En momentos de alta inflación, surge la cuestión de cómo proteger el patrimonio familiar frente a la misma. Para saber qué cosas pueden servirnos a tal fin y qué otras no, lo mejor es comenzar por entender qué es la inflación.
La inflación es la subida simultánea de la mayoría de los precios. En términos generales, se identifica con la subida del Índice de Precios al Consumo, aunque cuando crece el IPC también aumentan los precios al por mayor, las materias primas y otros precios.
Esa subida generalizada de los precios solo puede ocurrir si la cantidad de dinero crece más deprisa que la cantidad de mercancías y servicios disponibles en el mercado. Aunque la relación no es automática, ni lineal, ni constante en el tiempo, sí sabemos que, en todo tiempo y lugar, la inflación tiene una causa última monetaria. De hecho, estrictamente hablando, la inflación es el aumento de la cantidad de dinero; su consecuencia es el aumento de los precios.
Al fin de cuentas, el dinero es como cualquier otra mercancía: si su oferta crece más deprisa que su demanda, su precio de mercado caerá. Lo que impide ver esto con claridad es que el precio del dinero es su poder adquisitivo. Y el poder adquisitivo del dinero es muy difícil de medir, pues debería hacerse con relación a todo aquello que se puede comprar con aquel. De ahí el surgimiento de los índices de precios, a partir de los cuales se puede estimar, aunque de manera imperfecta, la evolución de la capacidad de compra del dinero.
Una vez entendido qué es la inflación y cuál su causa, queda claro que la peor alternativa es mantener el dinero en efectivo o en una cuenta bancaria: la pérdida es segura. La inversión en títulos de deuda tampoco es lo ideal: aunque se cobre un interés, el capital va perdiendo valor conforme avance la inflación. Las acciones serían una alternativa preferible: después de todo, gran parte de los precios que aumentan corresponden a productos vendidos por empresas, algunas de las cuales cotizan sus acciones en la bolsa. Empero, tampoco se trata de un camino libre de riesgos: el poder de aumentar sus precios no es el mismo en todas las empresas ni sectores. Además, el aumento de la inflación hace que los bancos centrales suban los tipos de interés para contenerla, lo que implica que la demanda caerá y, con ella, los beneficios empresariales y la cotización de sus acciones.
Así las cosas, para protegerse de la inflación parece una alternativa más segura recurrir a bienes tangibles. Algunos inversores conservadores apuntan a los metales preciosos; sin embargo, estos no solo no generan rentas, sino que ocasionan gastos. Otros bienes tangibles (coches, yates), tienden a perder valor con su uso y también generan costes de mantenimiento relativamente elevados. Otra categoría de bienes tangibles, las obras de arte, son una inversión al alcance de pocos, con mercados muy restringidos y, por ende, riesgo elevado, entre otros inconvenientes.
Queda, por último, la inversión inmobiliaria. Los inmuebles son un bien tangible cuyo precio tenderá a crecer en un contexto de inflación, que prácticamente no se deprecia con su uso y con la ventaja añadida de poder producir una renta por su alquiler. Renta que a su vez también podrá actualizarse progresivamente según aumenten los demás precios. Por supuesto, no todos los inmuebles son iguales: ahí radica la clave de un buen asesoramiento.
Los datos ratifican lo anterior. Entre 1995 y 2021, el IPC de España aumentó 70,3%. A lo largo del mismo período, el precio promedio de todo el país del metro cuadrado de la vivienda libre, aumentó 143% (desde 683 euros en 1995 hasta 1.658 euros en 2021). A esa revalorización hay que añadirle la renta por alquileres. Suponiendo una renta del 3% anual del valor de la propiedad, capitalizada anualmente, la rentabilidad bruta total (revalorización + renta de alquiler) fue de 384%. Es decir, más de cinco veces el aumento de los precios al consumo.